UNA MIRADA LENTA Y DE PAPEL.

 

 

 

En las últimas obras de María Chaves la experiencia directa de la mirada es fundamental. Esta afirmación puede parecer demasiado obvia, pero sus dibujos necesitan una percepción directa; los papeles precisan de una mirada casi táctil. Cuando me enseñó algunos de esos últimos grandes dibujos, los iba desplegando con cuidado y lentitud para hacer posible una mirada atenta a los detalles. Sólo así sus trazos finos y caligráficos y los espacios blancos del papel pueden ser recorridos. Por el contrario, su representación digital les resta presencia, profundidad y definición. Imposible sumergirse; la imagen queda plana y el trazo casi imperceptible. El dibujo se resiste, no quiere ser visto de una vez sino darse como un proceso dinámico que apela a un espectador cómplice, dispuesto a recorrer los lugares ignotos de sus narrativas. Podríamos recordar la necesidad, defendida por Adorno y por Steiner, de mantener cierta dificultad para no deshacer la esencia del poema de una primera pasada. La dificultad, derivada aquí de los planteamientos narrativos y formales, es sutil y nada amenaza, pero opone enérgica resistencia a la simplificación y a la facilidad consumista de la cultura visual en la que vivimos.

 

 

El caso es que sé de sobra que María pertenece a la generación digital que ha crecido con la pantalla del ordenador y del móvil y que ya sabía jugar a videojuegos a los cinco años. Sus dibujos tienen cierta similitud con las tramas de los cuentos y la inmersión en los videojuegos, pero yo veo dibujo del de siempre: un lápiz y un papel. Su mano dirige al lápiz sin haber previsto antes lo que pueda salir. Hay una experiencia de presión de los dedos, de una mina negra o azul que hay que afilar de vez en cuando, y de un papel que desborda con mucho los límites del escritorio. La sencillez mágica del acto de dibujar parece que pudiera complicarse por el formato del papel. Se trata de un dibujo de raíces antiguas por la sencillez de medios, pero poderoso e imponente por su formato enorme que refuerza la experiencia de viaje. Estos grandes dibujos son paisajes y largas caminatas por entre los recovecos de múltiples formas naturales e inventadas, extrañas formaciones rocosas, horizontes marinos, nidos abandonados por los pájaros que a veces María convierte en esculturas de pulpa de papel. Ella asocia sus dibujos y sus tramas con los sonidos, presentando instalaciones en las cuales suenan pájaros o rumores del aire y las hojas. Observando, si es un día lluvioso, se oyen chirriar las montañas voladoras, con sus pueblos y sus gentes, que quieren encontrar su lugar. El formato alargado de las obras permite la idea de secuencia y de traveling como apoyo de la mirada. Podría compararse con un negativo de largometraje o una historia e-maki (pintura en rollo de un maestro japonés antiguo). Leemos estos dibujos apaisados a medida que los observamos, y esta propuesta secuencial en cierto modo recuerda al videojuego como experiencia progresiva en la que el jugador experimenta un paso a través de las pantallas y los niveles. Aquí también confluye la esencia del relato gráfico y literario. Sus mundos pueden llevarnos por toda clase de espacios imaginarios mas allá de las novelas de Salgari o las peripecias de Gulliver, de la princesa Zelda o los personajes del folklore popular ruso que relató Gógol. Hay que guiarse por la intuición y el deseo de seguir caminando, sin certidumbres.

 

 

Recuerdo una pequeña historia que contaba Paul Klee hablando de lo que para él era el dibujo. Había un punto de partida, un arranque que no era sino el inicio de la actividad del lápiz que emprendía un recorrido por el cual la punta se topaba con irregularidades del terreno, es decir, el papel. A veces se rompían las líneas, apuntando a otras direcciones posibles del trazo roto. Cruzar el puente sobre un río, encontrar otros caminantes, atisbar un territorio llano, son algunas de las derivas planteadas por Klee. Por esos paisajes huían los protagonistas de los cuentos chinos de tradición antigua. Me pregunto si en Occidente seríamos capaces de concederle a la pintura la capacidad de salvarnos. La experiencia del dibujo casi siempre es el descubrimiento de un territorio no explorado, o explorado, pero por otros. El punto de partida supone una decisión solemne: como decía Yves Bonnefoy, empezar a moverse sin saber nada, sin ver, o como cualquier maestro Zen de la tinta, incorporando el espacio del papel a la propia vivencia y preparándose para ser grulla o niebla. El camino pocas veces nos ofrece pistas. La racionalidad occidental ha propugnado un tipo de pensamiento lineal, deductivo y atento a las pistas que pueden perfilar el discurso. En cambio, los dibujos de María son metáfora de un razonamiento en zig-zag, con desviaciones y sorpresas, ramificaciones sin claves que descifrar. Yo pensaría que la propuesta es parecida a la que muchos cuentos clásicos se orientaban: aprender a pensar en términos simbólicos, prepararse para reconocer el peligro y el mal que existen y sumergirse en un mundo interior que desde la gran individualidad de la dibujante puede compartir muchos aspectos con otras individualidades, con otros pensamientos. Un viaje hacia sí misma, pero también hacia los deseos y la imaginación que parecen interpelar al espectador: es preciso resistir a los embates de lo que se nos presenta como noticia, como información o norma de cotidianeidad. Resistir a los patrones previstos, a los cánones, y resistirse a lo fragmentario, a la incapacidad de atender, a la deseada simplificación a pensar. El viaje hacia sí mismo mas que un escape es una recuperación de los tiempos lentos, la atención activa y las narrativas largas que no quieren reducirse a 140 caracteres.

 

 

 

 

Carmen Bernárdez

 

27 de octubre de 2017